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Mapa.
Ámsterdam en el siglo XVII es uno de los ejemplos más claros de cómo una ciudad puede ser diseñada para operar como una infraestructura comercial. Su plano urbano, organizado a partir de expansiones planificadas —como las de 1613 y 1662— responde a una lógica geométrica y funcional que potencia la circulación, el acceso y la conectividad. Esta red concéntrica de canales y calles no solo reorganiza el espacio existente, sino que lo transforma en una maquinaria eficiente orientada al comercio internacional.
Las expansiones urbanas no fueron espontáneas. Se trató de proyectos deliberados impulsados por el gobierno municipal, pero ejecutados en articulación con intereses privados. Las autoridades trazaban los canales y las calles; los comerciantes compraban los lotes y edificaban sus casas-almacén. Se genera así un modelo de crecimiento urbano descentralizado pero regulado, donde cada unidad habitacional podía participar activamente en el circuito comercial. Como señala Romero: “Pensada para el comercio antes que para la defensa” (Las ciudades y las ideas, 1976), Ámsterdam invierte la lógica de la ciudad fortificada medieval y la reemplaza por un tejido abierto, fluvial, orientado al intercambio.
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Este orden urbano responde también a lo que Lewis Mumford conceptualizó como “la ciudad-máquina”: un organismo funcional donde la infraestructura canaliza —literal y simbólicamente— el flujo económico. Los canales actuaban como arterias navegables, permitiendo la carga y descarga directa desde embarcaciones hasta los almacenes, lo que reducía tiempos, costos y necesidad de intermediarios. Cada vivienda con frente al canal era, al mismo tiempo, residencia, depósito y punto de intercambio.La estructura urbana de Ámsterdam potencia así tres principios claves del funcionamiento mercantil: centralidad, proximidad y diversificación. La centralidad no solo geográfica sino también logística: el puerto se integra al núcleo urbano, conectando las rutas transoceánicas con los circuitos locales. La proximidad entre funciones (vivir, trabajar, comerciar) crea un entorno eficiente y adaptable. Y la diversificación —de usos, de escalas, de actores— permite una economía mixta, en la que lo doméstico y lo global conviven en un mismo espacio.La imagen del mapa histórico lo demuestra con claridad: el Grachtengordel (Cinturón de Canales) es una figura racional, donde cada nuevo anillo genera más frentes útiles para el comercio. Como señala Braudel: “los barcos están apretados en el puerto como sardinas en lata, lo mismo que los comerciantes en la Bolsa” (El Mediterráneo y el mundo mediterráneo, p. 64). Esta densidad no es caos: es eficiencia organizada, diseñada para intensificar el intercambio sin perder control.El espacio urbano también funcionó como una herramienta de salubridad y control social. El trazado lineal, las calles paralelas a los canales, la circulación separada pero continua, permitieron un manejo más higiénico del agua y de los residuos, un aspecto fundamental para sostener una población en crecimiento. A su vez, el orden físico del espacio reflejaba un orden moral y económico, donde cada cosa tenía su lugar y cada función su sitio.Finalmente, la aparición de edificios específicos como la Bolsa de Ámsterdam (1608) evidencia cómo el crecimiento urbano respondió a las nuevas demandas del capitalismo emergente. El espacio doméstico ya no bastaba: el comercio exigía espacios públicos especializados, normados, institucionales. La ciudad no creció pese al comercio: creció gracias al comercio, que fue motor, modelo y medida de su expansión.