

El Heredero: El nacimiento de una nueva morada en la arquitectura
“Fue el comienzo de la edad del mineral, una nueva edad del hierro, a decir verdad, La edad del acero. Una vez que el acero estuvo en nuestras manos, llegó la máquina; con la máquina, el cálculo; con el cálculo la resolución de la hipótesis; con la resolución de la hipótesis, la del sueño. En cien años se organizó todo: la revolución industrial, la revolución social, la revolución moral. Y es esto lo que se ha hecho o se está haciendo. La industria sopló sobre el mundo y se produjo la borrasca. Si las líneas vitales de la sociedad se desequilibraron, imaginad el pequeño zafarrancho en el corazón de la gente. (...)” (Patteta, Historia critica de la arquitectura, Pag 372)
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Para arrancar nos situamos en el siglo XIX, en el que Europa atraviesa un momento de conmoción permanente. La Revolución Industrial no solo transformó la manera de producir, sino también la manera de vivir, de habitar y de pensar. Millones de personas dejaron atrás el mundo rural y se desplazaron hacia ciudades que crecían a gran velocidad, sin tiempo para asimilar el cambio. Las fábricas, el humo, las nuevas máquinas y los largos horarios laborales alteraron la vida cotidiana y generaron nuevas tensiones sociales, una burguesía cada vez más poderosa y un paisaje urbano que parecía reinventarse de un día para otro. Entre toda esa evolución en desarrollo nació un nuevo material, el Hierro . El cual pasó a no sólo ser utilizado en la construcción de puentes, sino a ser una nueva forma de pensar la arquitectura, como bien dijo Louis-Auguste Boileau en su libro <<Histoire critique de l'invention en architecture» y citado por Patteta en “Historia crítica de la arquitectura”:
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“(...)y estaba tan apegado a la idea entonces dominante de que las nuevas formas vendrían «derivadas» del uso del hierro, que también dirigía de ese modo el razonamiento crítico hacia un método de juicio opuesto, considerando la construcción en hierro
Mientras Europa debatía si debía mirar hacia el pasado o lanzarse hacia la modernidad, Viollet-le-Duc propuso una visión clara: la arquitectura debía ser un acto de coherencia y de verdad. Cuando Viollet-le-Duc habla de "coherencia" y "verdad" en su visión, se refiere a dos aspectos fundamentales:
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Coherencia: La arquitectura debe ser lógica y consistente en su diseño, respondiendo de manera clara a las necesidades funcionales y estructurales del edificio. No debe ser un simple remedo de estilos pasados, sino tener una relación clara entre su forma y su propósito.
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Verdad: Viollet-le-Duc creía que la arquitectura debía ser honesta con los materiales que utiliza. En lugar de ocultar la estructura del edificio o disfrazar con adornos innecesarios, la "verdad" de la arquitectura consiste en mostrar de manera clara los materiales y las técnicas de construcción. El diseño debe ser fiel a los materiales y técnicas empleadas, sin intentar ocultar lo que realmente es.
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Su relación con la arquitectura medieval no era romántica, sino racional. Veía en el gótico un ejemplo excepcional de honestidad constructiva:
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Dibujo de Viollet-le-Duc en su obra Entretiens sur l'architecture
desde el punto de vista de la arquitectura y no de la ingeniería. (...)” (Pag 375).​​
Es en este contexto cuando surge la figura de Eugène Viollet-le-Duc, uno de los pensadores más influyentes del siglo XIX. Su rol fue el de arquitecto y restaurador del gótico francés, pero también el de un intelectual que intentó ordenar el caos teórico de su tiempo.Sus ideales constructivos se basaban en;
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​​​ “En arquitectura hay dos maneras necesarias de ser fiel. Debes ser fiel de acuerdo con el programa y fiel de acuerdo con los métodos de construcción. Ser fiel de acuerdo con el programa es cumplir exacta y simple las condiciones impuestas por necesidad; ser fiel de acuerdo con los métodos de construcción es emplear los materiales de acuerdo con sus cualidades y propiedades… las cuestiones puramente artísticas de simetría y forma aparente son tan sólo condiciones secundarias en presencia de nuestros principios dominantes. ”(Viollet-le-Duc, citado por Frampton,
1981)


Dibujo de Viollet-le-Duc en su obra Entretiens sur l'architecture
Eugène Emmanuel Viollet Leduc
cada forma respondía a una función, cada línea expresaba la estructura, y cada decisión tenía un motivo. Para él, la verdadera fidelidad arquitectónica no consistía en copiar arcos o tracerías, sino en respetar el principio que los había originado: la coherencia entre la idea, la función y la construcción.
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Por ello, hablaba de “fidelidad moral”, refiriéndose a la responsabilidad ética del arquitecto de ser honesto con la obra, con los materiales, con la estructura y con la sociedad. La belleza debía surgir de esa verdad interna, no de un decorativismo vacío. La arquitectura debía mostrar cómo se sostiene, cómo funcionan sus elementos y cuál es la lógica que la hace estable. Por esta razón, consideraba inmoral todo lo que ocultara la estructura o imita falsamente materiales y estilos. Una columna decorativa que no soporta peso o un arco fingido eran, en su visión, mentiras arquitectónicas.
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Así, la moral para Viollet-le-Duc no es solo una cuestión ética abstracta, sino un principio constructivo. Un edificio es moral cuando su forma se deriva naturalmente de su estructura y función. La idea de fidelidad está estrechamente vinculada con la moral en su pensamiento. Ser fiel no significa copiar el pasado, sino respetar la verdad del sistema estructural y del material. Viollet-le-Duc admiraba la arquitectura gótica porque veía en ella una expresión fiel de las leyes físicas: los arcos, bóvedas y contrafuertes revelan de manera visible cómo actúan las fuerzas. Esa fidelidad racional y material es la base del racionalismo estructural, una arquitectura donde lo bello surge de la lógica de la construcción, no del adorno ni de la moda.
La moral y la fidelidad son, en la teoría de Viollet-le-Duc, dos caras de un mismo principio: la verdad. Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879), en lugar de someterse a un sistema académico que él consideraba rígido, prefirió viajar, dibujar y estudiar edificios medievales de primera mano. Esta decisión temprana revela un rasgo esencial de su pensamiento: la búsqueda de la verdad, entendida como contacto directo con la obra arquitectónica. No como un ideal abstracto, sino como la verdad que surge del análisis del edificio real, de su función, su materia y su construcción. Este principio aparece claramente en una de sus formulaciones más citadas:
"En la arquitectura hay dos modos indispensables en los que la verdad debe ser respetada: debemos ser fieles con respecto al programa y fieles con respecto a los procesos constructivos." (Viollet-le-Duc, Entretiens sur l’architecture, 1863.)
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A partir de este momento, la visión de Viollet-le-Duc se configura: la arquitectura debe ser fiel al programa (a lo que la obra debe hacer) y fiel a los procesos constructivos. Este es el origen conceptual de verdad y fidelidad en su obra.
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Cuando, en 1844, Viollet-le-Duc fue llamado a dirigir la restauración de Notre-Dame de París, ya tenía una posición crítica frente al eclecticismo del siglo XIX. Observaba que muchos arquitectos copiaban formas medievales como “decoraciones”, sin comprender su función ni su lógica estructural. Por ello, al intervenir en Notre-Dame, introduce una postura muy particular: la fidelidad no debía ser una imitación servil, sino una fidelidad a la idea interna del edificio, a su coherencia original. En el Dixième Entretien, escribe:
"No tendremos arquitectura hasta el día en que estemos dispuestos a valorar las obras del pasado en su valor relativo." (Viollet-le-Duc, Dixième Entretien, 1863, p. 474.)
Con esta frase queda claro que su fidelidad no consiste en replicar el pasado "tal cual era", sino en comprenderlo críticamente. De hecho, su famosa definición de restaurar —que provoca polémica hasta hoy— expresa exactamente esto:
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"Restaurar un edificio es devolverlo a un estado de integridad que nunca podría haber existido en un momento determinado." (Viollet-le-Duc, Dictionnaire raisonné de l’architecture française, 1854.)
En Notre-Dame, añade elementos que nunca existieron exactamente así (como la aguja), pero lo hace para devolver coherencia al conjunto. Es aquí donde surge el concepto de coherencia: un edificio debe funcionar como un todo, donde cada parte tenga un sentido.

Proceso de restauración de la fachada oeste de la catedral de León.
Aunque Viollet-le-Duc no usa constantemente la palabra “moral”, su pensamiento está impregnado de una ética arquitectónica. Él afirma que la arquitectura debe responder a su época, a sus materiales, a sus técnicas y a sus necesidades sociales. Por eso en sus Entretiens insiste:
“La arquitectura debe ser la expresión directa de los materiales, la tecnología y las necesidades funcionales actuales.”(Frampton citando a Viollet-le-Duc, Modern Architecture: A Critical History, cap. 1).
Aquí aparece el concepto de sociedad moderna.
La modernidad —para Viollet-le-Duc— no es un estilo, sino un deber: el deber de construir según la verdad material, técnica y funcional de su tiempo.
Donde cada parte tiene un sentido dentro del conjunto. En su intervención en la restauración de Notre-Dame, añade elementos que nunca existieron, como la aguja, pero lo hace con el fin de devolverle la coherencia perdida, lo que resalta la idea de que un edificio debe expresar una unidad interna. Aunque no utiliza constantemente la palabra "moral", su pensamiento arquitectónico está impregnado de una ética, en la que la arquitectura debe responder a su tiempo, materiales, técnicas y necesidades sociales. En sus escritos, subraya que la arquitectura debe ser la expresión directa de los materiales, la tecnología y las necesidades funcionales actuales, lo que implica que la modernidad no es un estilo, sino un deber moral: el deber de construir según la verdad material, técnica y funcional de su tiempo.
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Este enfoque se traduce en su ética constructiva, que se resume en principios claros: no engañar visualmente, no ocultar la estructura, no mentir sobre la función, no copiar el pasado, no decorar sin motivo y, por último, servir a las necesidades reales de la sociedad. Viollet-le-Duc no solo escribió sobre estos principios, sino que los aplicó en sus restauraciones y diseños. Su obra demuestra una fidelidad al programa medieval, una coherencia estructural, una moral constructiva y una adaptación a las demandas de la sociedad moderna. A lo largo de su carrera, no hay contradicción entre su teoría y su práctica, lo que lo convierte en un ejemplo notable de coherencia arquitectónica.
Su vida como arquitecto-restaurador ejemplifica la coherencia que exigía a los demás, y esta misma coherencia será retomada por Victor Horta, aunque reinterpretada desde una perspectiva más vinculada a la experiencia moderna, urbana y social.
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Victor Horta: la fidelidad a la vida moderna
Victor Horta fue un arquitecto belga, nacido en 1861, considerado uno de los pioneros del Art Nouveau en Europa. Se destacó por romper con la arquitectura histórica del siglo XIX y apostar por un lenguaje nuevo, basado en la sinceridad estructural, el uso expresivo del hierro y una búsqueda de armonía entre función, materiales y forma. Sus obras —como la Casa Tassel o la Casa del Pueblo en Bruselas— marcaron un giro hacia una arquitectura más moderna, orgánica y ligada a la vida cotidiana de la ciudad.
Horta la lleva al terreno de lo humano: ser honesto con la sociedad. Sus edificios no son templos del progreso industrial, sino lugares de encuentro. La arquitectura no tiene que imponer orden, sino reflejarlo. Y en esa diferencia hay un cambio de época.
En el fondo, Horta comparte con Viollet-le-Duc una misma preocupación: cómo mantener la fidelidad en un mundo que cambia con rapidez. Pero ya no busca las respuestas en el pasado gótico ni en la pureza estructural, sino en la vida moderna, con sus tensiones, sus nuevas clases sociales y sus contradicciones. En su obra, el hierro y el vidrio dejan de ser solo materiales innovadores para convertirse en símbolos de transparencia, de apertura, de futuro.
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Horta encuentra en esos materiales la posibilidad de unir lo técnico y lo sensible. En sus manos, una viga de acero deja de ser solo una pieza estructural: se curva, se estira, parece crecer como una planta. Es la naturaleza reinterpretada por la industria.
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Ahí aparece su verdadera fidelidad: ser fiel al movimiento de la vida moderna. Por eso no hay muros cerrados, ni jerarquías rígidas, ni ornamentación que oculte la estructura. Todoestá a la vista, todo se sostiene desde su propia lógica. Pero esa claridad no es fría: está cargada de energía. En Horta, la sinceridad técnica se vuelve poética.
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Y esa poesía tiene también una dimensión política. La arquitectura, en su visión, no debía servir sólo al gusto burgués o al lujo privado, sino al bienestar común. Ahí se cruza con las ideas del socialismo belga de fines del siglo XIX, que buscaba una sociedad más justa, más abierta, más solidaria. Y es precisamente en ese contexto que aparece La Casa del Pueblo de Bruselas.
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La Casa del Pueblo de Bruselas (1896–1899)
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Y es ahí, justo donde la arquitectura se encuentra con la vida, donde Horta construye su manifiesto más claro: La Casa del Pueblo de Bruselas (1896–1899).
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Todo en este edificio parece hablar de esa nueva moral: una moral social hecha de transparencia, de honestidad y de apertura.
El hierro ya no está escondido bajo molduras o falsos ornamentos: se muestra, se asume, se celebra. El ladrillo y el metal conviven sin jerarquías, como si Horta dijera que cada material —como cada persona— tiene su lugar y su dignidad.
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La estructura se vuelve lenguaje, y ese lenguaje se entiende sin palabras: las vigas curvas, los pilares delgados, los muros acristalados… todo expresa una voluntad de claridad.
No hay nada que ocultar. La luz entra, recorre los espacios, revela cómo está hecho el edificio.
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Bocet, escalera de la Casa Tassel. Víctor Horta
​​ Cuando Víctor Horta empieza a construir, el siglo XIX ya muestra signos de agotamiento respecto a las miradas al pasado. Las fábricas marcan el paisaje, las ciudades crecen sin pausa y la vida moderna empieza a sentirse con fuerza en las calles. En ese contexto, Horta retoma las ideas de Viollet-le-Duc —la fidelidad a los materiales, a la estructura, a la lógica constructiva—, pero las reinterpreta. Les da un carácter más humano, más sensible, más cercano a la experiencia cotidiana.
Horta también cree en la fidelidad, pero la entiende de otra manera. No se trata solo de ser fiel a la técnica, sino de ser fiel a la vida que la rodea. Para él, la arquitectura no puede ser una máquina fría ni una repetición de estilos del pasado. Tiene que respirar con la gente, dejar pasar la luz y acompañar los movimientos del cuerpo y los cambios del tiempo..
Ahí aparece algo esencial: la moral social.
Mientras Viollet-le-Duc hablaba de una moral constructiva -ser honesto con la materia-,

Victor Petrus Horta
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No es un palacio ni una catedral. Es un edificio para el pueblo —literalmente—, encargado por el Partido Obrero Belga para convertirse en su sede, su casa común, su espacio de reunión. Por primera vez, la arquitectura del hierro y del vidrio, nacida en las fábricas y estaciones, se pone al servicio de un ideal social.
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“Aquí, un vínculo nativo de ladrillo y piedra fue brillantemente explotado para crear una arquitectura de construcción vista; la obra de ladrillo fue modulada consistentemente y moldeada para recibir la piedra, y la piedra fue aderezada para acoger el hierro y el vidrio. En tanto que externamente este tectónico quedó comprendido por la expresión elevada de un programa complejo y por el desplazamiento de una forma de plano cóncavo sobre un lugar en pendiente, internamente consiguió una expresión contundente y muy fluida a través de la estructura de acero expuesta en todos los volúmenes principales: las oficinas, las salas de reunión, la sala de teatro y conferencias y la cafetería. Este conjunto “neogótico”, de ladrillo, hierro y vidrio, consistente pero extrañamente carente de resolución, fue el logro más influyente de Horta (...)” Frampton, Historia crítica de la arquitectura.

La Casa del Pueblo de, Bruselas
La Casa del Pueblo es literalmente una arquitectura que se deja ver, como un gesto político: la transparencia como símbolo de la nueva sociedad que el movimiento obrero soñaba construir.
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La gran sala de reuniones —el corazón del edificio— resume esa idea. Abierta, luminosa, sin ornamentos superfluos, parece un teatro cívico donde la palabra reemplaza al dogma. Es el lugar donde la técnica moderna se encuentra con la participación ciudadana. Donde la arquitectura se vuelve herramienta de comunidad.
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Y sin embargo, lo que más sorprende no es su escala ni su programa, sino su sensibilidad. Horta logra que el hierro, un material industrial y frío, parezca moverse con vida propia. Cada línea se curva, cada unión está pensada como un gesto orgánico. No se trata solo de resolver una estructura, sino de construir un espacio que respire, que emocione. Ahí está su fidelidad: no a un estilo ni a un dogma, sino a la experiencia humana.
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En La Casa del Pueblo, la moral técnica de Viollet-le-Duc se transforma en moral social. Donde el primero hablaba de “verdad constructiva”, el segundo la traduce en “verdad colectiva”. La coherencia estructural se convierte en coherencia social.
Y eso hace de la obra de Horta algo más que arquitectura: la convierte en un acto de confianza en la gente y en el futuro.
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Aunque el edificio fue demolido en 1965, su legado sigue vivo como un símbolo de ese momento en que la arquitectura decidió mirar a la sociedad, no desde arriba, sino desde adentro. Una obra que, más que una forma, fue una declaración moral. Ser fiel —parece decir Horta— no es solo respetar la estructura, sino respetar la vida que esa estructura contiene.
Dos fidelidades, una misma búsqueda
Entre Viollet-le-Duc y Horta no hay una ruptura, sino una conversación a través del tiempo. Ambos miran la arquitectura como algo más que una cuestión de estilo: la entienden como una forma de decir la verdad. Pero mientras el francés busca esa verdad en la estructura —en la fidelidad al material, en la coherencia del sistema—, Horta la busca en la vida que habita esa estructura. Es el mismo impulso, pero trasladado del plano técnico al plano humano.
Viollet-le-Duc pensaba que la moral del arquitecto estaba en no mentirle a la materia: no disfrazar el hierro de piedra, no copiar formas sin entender su razón. Su ética era racional, casi científica: cada elemento debía tener un sentido, cada forma una función. Horta hereda esa lógica, pero la llena de emoción. Él no renuncia a la razón, pero la vuelve sensible: el hierro se curva, la estructura se ilumina, el espacio se abre al movimiento y a la mirada. Lo que en Viollet-le-Duc era método, en Horta se convierte en experiencia.
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La fidelidad moral, entonces, cambia de dirección. Para Viollet-le-Duc, ser fiel era respetar la coherencia interna del edificio.
Para Horta, ser fiel es respetar la coherencia del mundo social que el edificio sirve. Uno hablaba del deber del arquitecto frente a la materia; el otro del deber del arquitecto frente a la sociedad. Y en ese desplazamiento se dibuja la transición del siglo XIX al XX: la arquitectura deja de mirar hacia el pasado o hacia sí misma, y empieza a mirar hacia afuera, hacia la vida moderna.
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Horta transforma la herencia moral de Viollet-le-Duc en una moral de lo colectivo. La verdad ya no se mide sólo en términos de estructura, sino también en términos de justicia, de transparencia, de participación.
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La Casa del Pueblo no es simplemente un edificio bien construido: es un gesto político, una promesa materializada de igualdad y de progreso. Allí donde Viollet-le-Duc hablaba de “honestidad constructiva”, Horta la convierte en “honestidad social”.
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Ambos, en el fondo, buscan lo mismo: que la arquitectura sea coherente con su tiempo. Y si en el siglo XIX esa coherencia pasaba por entender las leyes del hierro y la piedra, en el XX empieza a pasar por entender las leyes de la vida urbana y de la comunidad. Entre el taller y la plaza, entre la viga y la palabra, la arquitectura aprende a ser fiel de otra manera.
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Porque la fidelidad —como la historia— no se repite: se transforma. Y en esa transformación, Horta demuestra que la moral de la arquitectura no está solo en cómo se construye, sino en para quién.
A la luz del análisis, el título El Heredero parece quedarse corto para describir la relación entre Victor Horta y Viollet-le-Duc. Más que continuar una línea, Horta la toma y la transforma, retomando los principios del racionalismo del siglo XIX pero adaptándose a la vida moderna y a sus nuevas sensibilidades. Su fidelidad ya no está dirigida solo a la estructura, sino a la experiencia que esa estructura genera en las personas. Como señaló Guimard, “solo he aplicado las teorías de Viollet-le-Duc sin sentirme fascinado por la Edad Media”, mostrando que la influencia del teórico francés funcionó más como un punto de partida que como un límite.
Quizás, entre la herencia y la reinterpretación, Horta encuentre su propio lugar. ¿Acaso es heredero o es reinterpretador? ¿Qué se busca hoy con la arquitectura y como vemos con el pasado?
BIBLIOGRAFÍA
Patteta, Historia critica de la arquitectura, pag 372.
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Viollet-le-Duc, Entretiens sur l’architecture, 1863.
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Viollet-le-Duc, Dixième Entretien, 1863, p. 474.
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Viollet-le-Duc, Dictionnaire raisonné de l’architecture française, 1854.
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Frampton citando a Viollet-le-Duc, Modern Architecture: A Critical History, cap. 1